La Carta Pastoral emitida ayer por la Iglesia Católica desnuda y denuncia una dramática y desgarradora realidad que abate a la sociedad dominicana, matizada por la inequidad, pobreza, corrupción, violencia y pérdida de valores.
Los obispos han advertido a gobernantes y gobernados que no se puede construir un país libre, soberano e independiente, en medio de una situación de atracos, sicariato, narcotráfico, politiquería e inseguridad ciudadana.
Esa Carta, emitida con motivo del 167 aniversario de la Independencia Nacional y de los 500 años de Defensa a la Dignidad Humana, debería aguijonear a la misma conciencia nacional, en torno al despeñadero moral por donde se enrumba la sociedad dominicana.
Lo dicho por los obispos atañe al Gobierno y a todos los sectores sociales, políticos y económicos, a los que por acción u omisión les corresponde cuotas de responsabilidad mayores o menores por los males denunciados.
Parafraseando el valiente sermón de Montesino, de hace cinco siglos, la Conferencia del Episcopado se pregunta: “¿Con qué autoridad se aprueban salarios injustos con los cuales los trabajadores no pueden cubrir sus necesidades de alimentación, vestidos y viviendas?”
Los obispos han puesto dedo sobre llaga al denunciar que la juventud carece de oportunidad para educarse adecuadamente y de que a un 20 por ciento de la población se le niega el derecho a un nombre y a su propia nacionalidad.
No basta que el liderazgo político y social se limite sólo a inclinar el rostro ante la terrible verdad de que una parte de la población malvive aun en casas indignas construidas en riberas de ríos y cañadas.
Esa Carta Pastoral constituye una bofetada moral a quienes pretenden ocultar cruentas marginalidades sociales debajo de las finas alfombras de privilegios y corrupción.
Igual que lo hizo el Padre Montesino para denunciar atrocidades contra el pueblo indígena, los obispos han levantado su potente voz contra la situación de violencia, delincuencia, corrupción, politiquería y exclusión que agobia a la mayoría del pueblo dominicano. Quien tenga oídos para oír, que oiga.
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