La mayoría de la gente no puede enfocar nada tan cercano como la cara de la persona que va a besar, de manera que al cerrar los ojos, uno se libra de un mirar una mancha borrosa que lo distraiga o del esfuerzo de tratar de enfocarse. El acto del beso también nos puede hacer sentir vulnerables o cohibidos y cerrar los ojos es una forma de relajarse. Es como apagar la luz antes de tener una relación sexual, pero en miniatura.
Casi todos cerramos los ojos cuando besamos. Somos los únicos animales que podemos amarnos, poseernos, aparearnos cara a cara, teniendo frente a nosotros el rostro y los ojos del compañero o la compañera. Y, sin embargo, en el momento de la cercanía, del beso íntimo o de la máxima entrega, solemos cerrar los ojos.
El hecho es que acostumbramos a cerrar los ojos al besar, aunque a menudo sin ser conscientes o caer en la cuenta de ello. Y aunque quizá son pocos los que en algún momento habrán llegado a preguntarse explícitamente a qué se debe semejante proceder, muchos son, en cambio, los que se quedan sorprendidos al percatarse de comportamiento tan común y habitual.
Hay quien lo achaca a un cierto temor o miedo: cerramos los ojos porque nos resulta difícil contemplar y sostener tamaña proximidad con otra persona. Así, por ejemplo, cuando estamos rodeados de gente, intentamos por todos los medios, siempre que nos sea posible, preservar una zona personal de seguridad respecto de cada uno de ellos, un espacio que nos garantice la distancia en la que nos sentimos seguros, a gusto. Si alguien la sobrepasa, si penetra dentro de ese espacio personal, podemos sentirnos inquietos e incómodos, o tener la sensación de estar perdiendo las pautas habituales de conducta social, por lo que hacemos todo lo posible por recobrarlas y controlarlas cuanto antes.
De ahí que estar en un ascensor con gente a la que conocemos poco o nada nos resulte a veces molesto y acudamos a mirar al infinito o hablar del tiempo, mientras anhelamos que el ascensor llegue pronto al destino que nuestro dedo le ha señalado por medio del botoncito luminoso. Tenemos necesidad de un espacio personal propio, quizá el último vestigio de la que tienen instintivamente muchos otros animales de marcar el propio territorio, de defenderlo con uñas y dientes frente a los demás. Llega alguien, nos besa, besamos, y nos sentimos invadidos consciente o inconscientemente por un cierto vértigo: podemos llegar a vivirlo como la desaparición de toda huella de espacio personal, como si no nos quedara ya ningún residuo de la antigua zona que nos preservaba del peligro de ser invadidos por otros.
O quizá cerramos los ojos cuando besamos, cuando amamos con inevitable y natural cercanía, a fin de intensificar las sensaciones, de concentrarnos en ellas en cuerpo y alma, sin que ningún detalle u otro elemento ajeno nos aparte o prive de una sola molécula de placer. Algunas veces, cuando la comida es exquisita o el olor es penetrante y embriagador, no es raro cerrar los ojos. Parece como si hubiésemos decidido conservar con toda su riqueza en nuestra memoria esa vivencia placentera, como si nuestras energías estuviesen dirigidas en esos momentos exclusivamente hacia ese foco de disfrute y atención. Quizá con el beso ocurre algo parecido: no es un simple teorema científico o un mensaje publicitario interesante, no es una receta nueva de cocina o un champú ultrasuave desconocido hasta ese momento. Es otra persona, a la que amamos, a la que deseamos incluso vorazmente, la que junta y funde sus labios y su boca con los nuestros. No se limita a estar cerca, sino que nos invita y empuja a mayores cercanías y encuentros íntimos. Es ella misma la que se nos da.
Una persona que accede --mediante una cierta transacción comercial-- a mantener relaciones sexuales a cambio de otra cosa, generalmente dinero, se aviene a todo tipo de contactos y juegos sexuales, si así han sido previamente más o menos acordados con ella. Sin embargo, casi siempre se niega a ser besada en la boca, como símbolo y signo de una última intimidad de la que priva a su cliente.
De hecho, besar como amante equivale a veces a donar en esos instantes toda una constelación de promesas. Aunque quizá treinta minutos o quince días después, cada palabra y cada beso se los haya llevado el viento. Con mayor o menor conciencia de ello, en el beso se están cerrando los ojos al mundo y al entorno por creer que en esos momentos esos labios, esa lengua, esa boca, esa humedad y esa persona son lo único que realmente nos es valioso e importante del mundo.
De hecho, se suele cerrar los ojos en los besos del amor entregado, mas no en los simples saludos entre amigos o conocidos, o estrictamente sociales, en que rozamos los labios o las mejillas sobre los de la persona saludada, sin otro ánimo que el de exteriorizar que la tenemos en consideración, mostrarle un talante amigable. Así, en los besos de bienvenida o despedida, donde el deseo o la entrega están generalmente de más, casi nadie cierra los ojos. Resulta superfluo, innecesario. En esa situación cerraríamos los ojos únicamente por rechazo o por repugnancia. (¿Se cierran los ojos también cuando alguien está dando a otro un "beso de Judas"?)
Por el contrario, en el beso de los amantes, al cerrar los ojos, lo externo apenas dice nada, supone más bien una rémora para la entrega, un obstáculo para el encuentro profundo. En él, la realidad del otro no son ya ni sus manos ni siquiera su mirada, mucho menos su biografía o su atuendo. La realidad se torna sobre todo interior, se introduce en los más hondos adentros de cada uno. A través de ese beso, es el otro, en su identidad más radical, quien está llamando a nuestra puerta. Es su alma, que nos invita a acogerla, también a regalarle la nuestra.
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